Son las 7 de la mañana y ya está sonando la alarma del móvil. La paro para alargar 20 minutos más la inevitable obligación de ir a la escuela, como cada día. Bueno va, hagamos un esfuerzo...
Me visto, y salgo con los ojos entrecerrados a la calle. A diferencia del mes de enero, ahora hay más luz por las mañanas, un alivio ya que así duele menos abandonar el calor de la cama. Delante de casa tengo una floristería donde cada mañana los dueños trabajan sin cesar para arreglar todas las flores recién llegadas. Pese a que nunca les compraré nada ya que es un poco caro, debo decir que son muy bonitos los ramos que hacen, en fin.
Una vez pasada la floristería llego al combini, un 7 Eleven cualquiera pero por las mañanas puedes oler el delicioso olor de los panecillos de carne y de las diferentes comidas que preparan los dueños de una pequeña verdulería a la vuelta de la esquina. Así no hay quien se concentre.
Al otro lado de la acera está el templo del pueblo. Por las mañanas la madera tiene un brillo encantador. Se ve madera nueva, por lo que deduzco que esta reformado pero aun así, la manera en la que brilla cuando lo alcanza el sol hacen que uno se pare unos minutos delante del gran torii que preside la entrada, que menos que un rezo silencioso.
Y llego a la estación después de atravesar unos cuantos callejones llenos de postes de luz, casas grises, casas viejas y casas que llevan manteniendo una lucha por tenerse en pie desde tiempos inmemoriales, todo esto como no, acompañado por los graznidos burlones de los cuervos y las flores salvajes que crecen a los lados de la carretera o en las aperturas de las paredes. La estación de mi pueblo es muy vieja, o al menos es lo que parece. Cuando llegué a Japón siempre me imagine este país lleno de edificios futuristas pero cuando llegué, me encontré con un paisaje anclado en el pasado donde poco a poco, van germinando brotes de modernidad.
En la estación hay dos pastelerías que le dan un toque dulce al ambiente llenando el aire con el olor de los bollos recién hechos. Es un paisaje curioso, ver a decenas de hombres trajeados, malhumorados, cansados o con las caras más largas que puedas haber visto nunca andando entre nubes que huelen a desayuno. Curioso.
Llega el momento del tren, los empujones, el olor a sudor, las caras de enfado y el tener que aguantar para poder respirar. Este es quizás uno de los peores momentos del día, pero no se le puede hacer nada, sólo subir la música y cerrar los ojos un rato. Si ese día tengo suerte, igual puedo estar al lado de la ventana. Desde ahí observo como el paisaje cambia rápidamente, se suceden ríos, casas, pequeños parques, otros trenes, estructuras de hierro, cementerios... La ciudad no se acaba nunca, es como un puzzle muy bien encajado.
Ya he llegado al centro. Esta estación me parece inmensa, y eso que no es de las más grandes. Con paciencia me sumo al río de gente, un afluente más para una corriente ya muy crecida. En este río predomina el negro y el blanco de la gente trajeada. A veces uno puede ver alguna carpa multicolor que le aporta un tono de libertad a la corriente, pero sólo a veces. Por las mañanas parece un desfile militar.
Llegó a la escuela, llego a un ambiente antiséptico con toques de rectitud. Mucho blanco y mucho orden, bueno, no me puedo quejar. Pronto empezarán las clases, tendré que esforzarme. Después toca deshacer el camino, todavía habrá luz, la noche vendrá más adelante.